Las
navidades se pasaron rápido: las campanadas, las uvas, los regalos, estar con
la familia…etc. Y cuando volví al cole pasó una cosa que me cambió la vida para
siempre. Hasta ese momento, yo tenía muchos amigos, y algunos enemigos, como es
normal. Pero todo eso cambió cuando el profesor de educación física nos
preguntó qué deporte practicábamos: Todos decían fútbol, baloncesto, tenis,
balonmano, gimnasia…etc. Y yo fue la única que dije hípica. Cuando lo dije,
todos enmudecieron súbitamente. Hasta el profesor puso cara de: “Esta chica se
cree que la hípica es un deporte cuando no lo es.” Me indigné y me levanté para
irme. Todos me miraron como si fuera una extraterrestre. Sabía que esto iba a
ocurrir algún día. Me fue corriendo entre lágrimas hasta mi rincón secreto del
patio y lloré, lloré y lloré sin que nadie se atreviera a acercarse para
consolarme. Sonó la campana del recreo y ya lo que faltaba. Los niños se
acercaron a mí y me llamaban cosas como: vaga, aplastadora de caballos,
torturadora de animales…etc. Yo no me atrevía a responderles por si me pegaban
y tampoco dije nada cuando llegué a casa. Traté de estar como cualquier día.
Sabía que había perdido a todos mis amigos del cole, sabía que mis enemigos me
odiaban más que nunca, pero también sabía que yo no había hecho nada, yo
simplemente hacía lo que me gustaba y si la gente no lo respetaba que se aguantasen.
Pero nunca se iban aguantar. Yo era la débil y no tenía a nadie, ellos eran los
fuertes y podían manejarme como a una marioneta sin que les importaran mis
sentimientos. El resto de los días los pasé en mi rincón, sollozando en
silencio, intentando que nadie me viera, pero siempre oía a los niños que me
insultaban. Yo sólo podía aguantarme, y así lo hice.
Un día, fui a la hípica muy temprano,
ya que me dejaban que viese a los caballos antes de la clase. Me acerqué a
Trueno y le conté todo lo que había pasado en el cole y todo lo que he estado
sufriendo. Trueno me escuchó atentamente, con una pizca de compasión en sus
ojos. Me miró profundamente, como diciendo lo siento. Yo le dije que no era
culpa suya, son cosas que pasan y que él no podía hacer nada para evitarlo.
Bajó la cabeza, pensativo y luego la levantó para que le acariciara y me olvidara
un poco de mis problemas. Pero, de repente, oí un relincho desgarrador, y vi a
una yegua que se estaba tumbando, cerca de la cuadra de Trueno. Fui corriendo
para ver qué le pasaba, recordé todo lo que me habían enseñado sobre las
enfermedades que pueden coger los caballos, pero ningún síntoma encajaba con lo
que hacía la yegua. Entré en la cuadra, cautelosamente para tranquilizarla, no
podía hacer otra cosa, ya que no sabía lo que la pasaba. Sabía que era muy
peligroso, pero yo quería ayudarla. La yegua se tumbó, yo me senté con ella, la
acaricié su cuello sudoroso, ella no hacía más que retorcerse de dolor. Y de
repente me di cuenta: estaba teniendo un potro. Parecía un parto normal sin
ningún problema, así que me senté a ver la escena. Tres minutos tardó el potro
en salir. Se intentó levantar pero se cayó y me reí. Necesitó varios intentos
hasta que se levantó a duras penas, y su madre le lamió todo el cuerpo con su
lengua para limpiarle. Madre e hijo/a se vieron por primera vez y se quedaron
juntos. Decidí irme para dejarles intimidad.
Poco después, vinieron los dueños de la
granja, yo les dije lo que había pasado y ellos me dijeron que Trueno había cubierto
a esa yegua hace pocos meses, eso quería decir que Rayo, el potro, era hijo de
Trueno. La verdad es que se parecía mucho, era negro como su madre, pero me
dijeron que de mayor iba a ser alazán como su padre. Tenía la misma forma del
morro y las patas delgadas pero ágiles, como las de su padre. Sacamos a los
tres al picadero y estuve observándoles como jugaban juntos. Después les
volvimos a meter y ya dimos la clase. Hicimos lo de siempre y perfeccionamos el
galope, eso era algo que me encantaba, me hacía sentirme libre.
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